martes, 25 de enero de 2011

Fulanito y el Estado del Bienestar




Dotada de la ya famosa, inmune al acontecer de los hechos e inextinguible superioridad moral que le sirve a modo de kriptonita, la gente de progreso nos mira desde arriba a los que preferimos trabajar con los pies sobre la tierra como si fuéramos las alimañas del circo que deben estar enjaualadas para no atacar o devorar a los niños, los tullidos y a las viejecitas que se sientan en las primeras filas del espectáculo. Como a apestados infectados necesitados de cordón sanitario.

¡Cuidado con ellos! ¡Van a acabar con el Estado del bienestar!, gritan alarmados y alarmentes mientras se balancean sin red en el aire y reparten caramelos a los niños y entradas gratis a sus padres. Presentes llovidos del cielo como el dinero que echan los árboles. Estruendosos aplausos merecen, también por su talento y talante, tan desprendidos artistas.

Pero cuando los deslumbrantes focos se apagan y los artistas se retiran a descansar, orgullosamente satisfechos, a sus aposentos, siempre hay alguien que debe realizar el trabajo sucio y pesado. Ése de limpiar y recoger las sillas, echar de comer a las bestias, zurcir los trajes, llenar los abrevaderos de talco, pegarse con los proveedores para obtener los mejores precios, estar vigilante para que nadie entre a robar, cuidar de los enseres... y cobrar la entrada que hace mover todo el sistema y poner mala cara al público.

Decía mi abuela Ana, filósofa de la vida donde las hubiera, con tono jocoso: ¡Qué bueno es Fulanito! ¿Da? ¿Da? Y qué razón llevaba, porque ¡mira que es fácil disparar con pólvora ajena para tenerlos contentos a todos!

¡Será por soltar billetes de otros y regalar ordenadores a los escolares! ¡Pues no soy yo nadie haciendo feliz a la gente!

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