
Dotada de la ya famosa, inmune al acontecer de los hechos e inextinguible
superioridad moral que le sirve a modo de
kriptonita, la
gente de progreso nos mira desde arriba a los que preferimos trabajar con los pies sobre la tierra como si fuéramos las alimañas del circo que deben estar enjaualadas para no atacar o devorar a los niños, los tullidos y a las viejecitas que se sientan en las primeras filas del espectáculo. Como a apestados infectados necesitados de cordón sanitario.
¡Cuidado con ellos! ¡Van a acabar con el Estado del bienestar!, gritan alarmados y alarmentes mientras se balancean sin red en el aire y reparten caramelos a los niños y entradas gratis a sus padres. Presentes llovidos del cielo como el dinero que echan los árboles. Estruendosos aplausos merecen, también por su talento y talante, tan desprendidos
artistas.
Pero cuando los deslumbrantes focos se apagan y los
artistas se retiran a descansar, orgullosamente satisfechos, a sus aposentos, siempre hay alguien que debe realizar el
trabajo sucio y pesado. Ése de limpiar y recoger las sillas, echar de comer a las bestias, zurcir los trajes, llenar los abrevaderos de talco, pegarse con los proveedores para obtener los mejores precios, estar vigilante para que nadie entre a robar, cuidar de los enseres... y cobrar la entrada que hace mover todo el sistema y poner mala cara al público.
Decía mi abuela
Ana,
filósofa de la vida donde las hubiera, con tono jocoso:
¡Qué bueno es Fulanito! ¿Da? ¿Da? Y qué razón llevaba, porque ¡mira que es fácil disparar con pólvora ajena para tenerlos contentos a todos!
¡Será por soltar billetes de otros y regalar ordenadores a los escolares! ¡Pues no soy yo nadie haciendo feliz a la gente!